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Publicado el 09 de agosto de 2012 por Manuel Toharia

¿Es posible un museo moderno... de la Evolución Humana?

El reto de los museos de la ciencia suele ser dicotómico: o bien nos cuentan, mediante objetos y sucesos del pasado, cómo hemos llegado a saber todo lo que sabemos, o bien se olvidan, en cierto modo, de esa historia anterior y se limitan a recrear procesos y fenómenos de la ciencia actual, con la vista puesta en el futuro. Como los museos descienden, etimológicamente al menos, de aquella Casa de las Musas, el Museion de Alejandría, y luego tienen su antecedente más próximo en las colecciones artísticas renacentistas, se suele aplicar con reticencia el término “museo” a los centros dedicados a la divulgación de la cultura científica actual. Muchos de ellos optan por nombres originales -Exploratorium, Heureka, Technopolis, Cosmocaixa, Eksperimentarium, Dinópolis, etc.- o bien por nombres más sencillos -Casa o Centro de Ciencias, incluso Ciudad de las Ciencias-, añadiendo o no el adjetivo interactivo que pretende señalar que allí se hacen cosas, y se tocan y se sienten, no sólo se miran. Por supuesto, también hay museos de ciencias; en esencia, herederos de aquellos gabinetes de curiosidades científicas -animales raros, paisajes exóticos, fósiles y rocas llamativos, etc.- que comenzaron a proliferar en el siglo XIX. Por ejemplo, los actuales Museos de Historia Natural o de las Ciencias, como los de Madrid, Londres o Boston. Con la labor pionera de Frank Oppenheimer en San Francisco iniciaron su andadura en la segunda mitad del siglo pasado unos extraños centros interactivos, con fines didácticos pero también divulgativos, y orientados más a la difusión de la cultura científica del presente e incluso del futuro, con guiños frecuentes al mundo de las artes. Aquel Exploratorium fue el espejo en el que se miraron muchos nuevos centros que nacieron a su sombra -como el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, en Valencia-, pero también sirvió para remozar muchos museos antiguos como el Deutsche Museum o el propio Science Museum de Londres. No hay competición alguna entre ellos: los museos históricos, como el Nacional de Ciencias Naturales del CSIC, de fecunda tradición investigadora y museológica, o el recientemente inagurado Museo Nacional de Ciencia y Tecnología -en su sede coruñesa, complementada por la pequeña sede anterior de Madrid-, conviven perfectamente con los centros o museos interactivos más recientes de La Coruña, Madrid y Barcelona (CosmoCaixas), Valencia, Valladolid y un largo etcétera… Todos juegan en el mismo terreno: la promoción de la ciencia como actividad creativa, como respuesta a la curiosidad humana, como elemento esencial de nuestra cultura. ¿Dónde queda, en esa clasificación un tanto artificiosa, nuestro MEH? Quizá lo que más me apetece decir aquí es que, en mi opinión, está en los dos campos. Porque a su ventaja esencial de nacer de la mano de un yacimiento arqueológico de fama mundial (cuyas labores científicas de primer orden quedan así unidas a la tarea divulgadora del museo) se une el hecho de que el Museo en sí no se limita a reproducir situaciones u objetos, sino que además propone labores interactivas, actividades muy diversas para adultos y escolares, y exposiciones temporales que pueden luego itinerar por otros centros. Además, y al igual que los museos interactivos, propone soluciones museográficas muy modernas, donde los juegos de luz, imagen y sonido, incluso de interactividad directa, ayudan a que el mensaje sea captado en su plenitud, sea cual sea la edad del visitante, sea cual sea su nivel cultural. Luego, la visita complementaria al yacimiento donde literalmente “se está haciendo” nueva ciencia de forma incesante no puede ser más que el envidiable broche de oro a la visita. Todo ello, y no es lo menos importante, estimula -una vez más, igual que los centros interactivos de ciencia- la llegada de un turismo cultural que no sólo irá a Burgos a contemplar la catedral o a comer buena morcilla. Un turismo que acabará convirtiendo a la evolución humana, como proceso, y al yacimiento de Atapuerca, como laboratorio, en lugares de visita inexcusable; y al mismo nivel que otros destinos estricta y clásicamente turísticos. ¿Podrán ser Miguelón o la dieta de los neandertales, incluso los animales que cazaba nuestro Homo antecessor los interactivos perfectos? ¿Qué mejor que el “pasen y vean” cómo transcurrió la evolución de nuestra especie desde lo que fuimos a lo que hoy somos? Todos sabemos que los hallazgos de Atapuerca representan un antes y un después en la historia de la ciencia antropológica mundial. Entre otras muchas conclusiones esenciales, nos ha hecho dudar seriamente de la más que aceptada hipótesis acerca del origen africano del ser humano. ¿Qué otros hallazgos nos revelará ese laboratorio todavía inexplorado en su mayor parte? El MEH espera esas revelaciones con sus salas hambrientas de nuevos contenidos… que aun no conoce la ciencia. Un Museo dedicado al pasado que, sin embargo, espera expectante lo que la ciencia nos ha de deparar en el futuro. No podemos correr más deprisa de lo que lo hace la investigación en torno a esa ventana al pasado cuyas cortinas presentes intentamos descorrer para ir tamizando la realidad de los hallazgos que se van revelando. Piezas sueltas de un rompecabezas que podemos desvelar, conocer, incluso palpar gracias a la existencia del MEH, que refleja esa realidad para los ciudadanos en general lo mismo que las revistas científicas especializadas lo hacen para los investigadores del resto del mundo. El MEH es, gracias a su amalgama con Atapuerca, un museo de ciencias moderno que desvela los secretos de nuestro pasado con la vista puesta en los descubrimientos futuros. No sé si podríamos pedir más… Manuel Toharia Director Científico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia Miembro del Comité Científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos