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Publicado el 22 de octubre de 2013 por María Martinón

DMANISI NOS TRAE DE CRÁNEO

La foto de la portada de Science del 18 de octubre de 2013 fue tan espectacular y elocuente que no necesitó ni título ni subtítulo. Probablemente los editores y diseñadores gráficos de la revista comprendieron que la combinación feroz de un cráneo de capacidad diminuta con una cara y una mandíbula sin embargo descomunales tenía el impacto estético suficiente para que hasta el más ignorante en ciencias paleontológicas comprendiera que en su interior estaba hirviendo algo. Figura 1. Portada de la revista Science Finalmente se levantaba el embargo, no solo el de la publicación, sino el de los ocho años durante los cuales muchos de nosotros nos vimos obligados a saborear en la clandestinidad, como a un amante, la existencia de  un hombre que no se parecía a ningún otro que hubiéramos conocido antes. El cráneo número 5 de Dmanisi (siglado como D4500), que encajaba con una mandíbula hallada en el mismo yacimiento hace ya más de 10 años (D2600)  proporcionaba a la comunidad científica (y a toda la humanidad, a decir verdad) una de las cabezas homínidas más completas y antiguas conocidas, con cerca de 1.8 millones de años de antigüedad. El modo en que los autores del artículo de Science analizaban e interpretaban tamaño hallazgo reavivaba un debate que si bien no es nuevo,  en la actualidad parecía más bien olvidado. Figura 2. En la foto, David Lordkipanidze arrodillado sobre la colada de basaltos que sella el sedimento donde todavía se asoma el cráneo 5 y María Martinón-Torres, comparando in situ la cara del recién llegado con los moldes de otros parientes homínidos.            

 

Dmanisi ha sido siempre una preciosa “chinita” dentro del zapato, un guisante de oro bajo el colchón en el que se asientan los paradigmas sobre la evolución humana. Obligó a revisar las fechas en las que suponíamos que los primeros homínidos habían abandonado África y las condiciones en que consiguieron semejante hazaña. Frente a la creencia general de que solo habíamos abandonado el hogar cuando adquirimos una capacidad física e intelectual considerable, los hombres de Dmanisi se habían adentrado en Eurasia armados de piedras rudimentarias y un cerebro apenas mayor que el de un chimpancé. Ahora Dmanisi nos sacude de nuevo porque contra lo que suele ser lo habitual cada vez que se publica un nuevo hallazgo en el ámbito de la evolución humana, en vez de complicarse el escenario parece que se simplifica. El nuevo cráneo aumenta sin duda la variabilidad de la muestra encontrada en el yacimiento georgiano. Las significativas diferencias que existen entre D4500 y los cuatro cráneos y/o caras hallados en años anteriores,  están en consonancia con las diferencias que ya se habían documentado entre D2600 (la mandíbula que encaja con el nuevo cráneo) y las otras dos mandíbulas (D211 y D2735). Figura 3. Dibujo de Eduardo Saiz de la vista frontal de la mandíbula D2600 que encaja con el nuevo cráneo de Dmanisi. En el año 2008, en un estudio comparativo muy amplio que incluía homínidos y otros primates próximos, Skinner y sus colaboradores publicaban en  Journal of Human Evolution que las disimilitudes entre D2600 por una parte, y D211 y D2735 por la otra, no se podían explicar mediante dimorfismo sexual (las diferencias que existirían entre los machos y las hembras de una especie) a no ser que estos humanos tuviesen un grado de dimorfismo sexual equiparable al de un gorila y jamás registrado antes para el género Homo. Esta es desde luego una posibilidad, aunque no baladí (ni parsimoniosa). De ser cierta, obligaría, como los autores del nuevo artículo en Science plantean, a reconsiderar nuestra interpretación del registro fósil temprano del género Homo. (En este punto me gustaría destacar la observación de José María Bermúdez de Castro de que, en este caso de hipotético dimorfismo sexual se daría la paradoja de que el individuo más grande, “el macho”, tendría una capacidad craneal mucho más pequeña  que las supuestas hembras). Para Lordkipanidze y su equipo, la variabilidad de los homínidos de Dmanisi relativizaría las diferencias que hasta ahora habían servido para identificar especies como H. habilis, H. rudolfensis, H. ergaster u H. erectus, y todos ellos formarían parte de la misma especie, siendo como mucho variantes regionales o “razas” de un único linaje que habría ocupado durante cientos de miles incluso millones de años la práctica totalidad de los continentes euroasiático y africano. Para poder llegar a esta conclusión, eso sí, los autores han partido de la premisa de que los cinco individuos encontrados en Dmanisi pertenecen a la misma población y, por ende, a la misma especie.   Figura 4. Vista lateral de la mandíbula D2600 Sobre el dilema de bautizar a los fósiles            

 

El reconocimiento de especies en el registro fósil es un problema que no tiene visos de resolverse de forma cristalina ni en un futuro próximo.  Las especies se distinguen generalmente por su comportamiento y su morfología. Sin embargo, al analizar los fósiles la mayoría de las veces tenemos que limitarnos a hacer valoraciones taxonómicas a partir únicamente de la morfología, dado que el comportamiento como tal no fosiliza. Aun así, y como comentaremos más adelante, existen algunos aspectos de ese comportamiento y de la biología que no deberíamos de desdeñar en nuestro afán de reconocer especies. El caso es que de forma general predecimos que los individuos de una misma especie serán semejantes entre sí pero bastante diferentes de los miembros de otras especies. A pesar de ello, la naturaleza nos ofrece sobradas excepciones a este razonamiento aparentemente tan lógico. Desde un punto de vista biológico, una especie es un grupo de poblaciones naturales cuyos miembros pueden cruzarse entre sí y producir descendencia fértil, pero no pueden hacerlo (o no lo hacen en circunstancias normales) con los miembros de otras especies. Desde una perspectiva genética y evolutiva, las especies son grupos de organismos reproductivamente homogéneos, en un tiempo y espacio dados, pero a lo largo del tiempo y mediante la diversificación espacial sufrirán cambios que pueden culminar con la aparición de una nueva especie, diferente a la original, un proceso también llamado especiación. Sin embargo, el colmo del colmo es que precisamente la paleogenética ha venido a desordenarlo todo y nos dice ahora que especies bien reconocidas en el registro fósil, como H. sapiens y H. neanderthalensis, se han entrecruzado. Además, aunque la morfología o aspecto externo es la mejor de las herramientas de las que disponemos al estudiar los fósiles, su estudio no representa un método infalible. Existen especies cuyos esqueletos son aparentemente idénticos (sobre todo si les “quitamos” el pelaje y los tejidos blandos, como es el caso de los fósiles) y que sin embargo están reproductivamente aisladas y ni se cruzan ni darían descendencia fértil (por ejemplo algunas especies de lemures). También existen casos de organismos no relacionados que se adaptan a las mismas circunstancias del mismo modo y acaban por parecerse (evolución convergente) aunque no tengan siquiera un ancestro común reciente. Pero también en el extremo opuesto están los casos en los que los especímenes pueden tener un aspecto claramente distinto y pertenecer sin embargo al mismo linaje (bastaría un paseo sobre la diversidad de razas caninas). Así que tanto los splitters, que gustan de dividir el registro fósil en varios grupos,  como los lumpers, que gustan de agruparlos a todos en una única categoría, tienen argumentos suficientes para defender sus respectivas posiciones.

 

Es cierto que cuando se refiere al registro humano, el nombramiento de una especie nueva viene siempre teñido de cierta polémica. Sin embargo, lo de nombrar nuevas especies o cuestionar las que ya se han nombrado, no es una actividad que se restrinja a los humanos sino que atañe a todas las criaturas vivientes, plantas y animales. Pero como dijo Publio Terencio Afer: “Soy humano. Nada de lo humano me es ajeno”. Y si de nombrar o clasificar a humanos se trata, todos nos sentiremos inmediatamente aludidos. Lamentablemente, estas polémicas oscurecen con frecuencia el trabajo preciso y metódico que hay detrás del análisis y la clasificación de los seres vivos, llegando la idea tergiversada de que nombrar especies o rechazarlas es cuestión de gusto o hasta capricho. Centrándonos ahora en las conclusiones del artículo publicado por Lordkipanidze y sus colaboradores, desde un punto de vista biológico me resulta complicado imaginar una panespecie humana adaptada o pre-adaptada a los diversísimos y cambiantes ecosistemas que África y Asia han ofrecido a lo largo de cientos de miles de años, incluso millones de años. Las severas oscilaciones climáticas y las cambiantes –algunas- o inamovibles –otras-  barreras geográficas (montañas, desiertos, mares) deberían de haber condicionado las dispersiones y los asentamientos humanos, limitando también en mi opinión, un cruce genético sustancial necesario para mantener la homogeneidad específica durante tanto tiempo. No deberíamos de analizar la biología de nuestra especie de manera sustancialmente diferente a como analizaríamos la de otros animales así sean urracas, osos, félidos o humanos. Habrá quien pueda argumentar que nuestra especie, Homo sapiens, sí es una sola especie y está adaptada a vivir en prácticamente todos los lugares y coordenadas de este planeta. A estos les recordaría que solo llevamos 200.000 años de existencia como mucho (frente a los casi dos millones de años que podrían cubrir todos los Homo ancestrales). Pero precisamente en este caso destacaría que la adaptación de Homo sapiens es una adaptación esencialmente tecnológica, no anatómica, tanto así que hasta los enfermos o tullidos pueden ser los “más fuertes” y sobrevivir a los que físicamente nacían mejor dotados. O dicho de otra forma. El ambiente ya no ejerce una presión selectiva tan fuerte sobre nuestra anatomía como lo hizo en épocas anteriores. Tampoco olvidaría el hecho de que una especie hiper-social como la nuestra ha eliminado prácticamente el elemento crucial necesario para que se produzca una nueva especiación, el aislamiento. Mediante la tecnología más sofisticada de la que las redes sociales son un gran exponente, y gracias también a una superpoblación demográfica sin precedentes en todo el reino animal, Homo sapiens ya nunca está solo ni completamente aislado. Además, cuando hablamos del aislamiento entre grupos, hablamos de un aislamiento que no tiene que ser exclusivamente físico o geográfico (aunque creo que éste ha tenido un peso importante en las primeras eras del Pleistoceno) sino que como se constata en millares de especies animales actuales, es fundamentalmente ecológico (la preferencia por un determinado hábitat) o etológico (ser por ejemplo una especie diurna o nocturna, lo que puede imposibilitar el apareamiento).

 

En estos casos, las especies quedan efectivamente aisladas unas de otras pero mediante barreras que son difícilmente valorables en el registro fósil. Una especie única durante cientos de miles o incluso millones de años (si cubrimos el tiempo que se abarca desde H. habilis a H. erectus) y kilómetros cuadrados, escapándose como si en una burbuja viviera a la selección natural, a la deriva genética o al efecto fundador por ejemplo, no me parece la opción más parsimoniosa si analizamos la especiación en otras formas animales. De forma general, para que se produzca una estasis evolutiva de tal calibre, es decir, para que una especie apenas cambie durante tanto tiempo pienso que tendría que darse una de estas dos condiciones. Por una parte el ecosistema tendría que ser relativamente constante y prácticamente el mismo durante todo ese tiempo y en todo el rango de ocupación, para que no implique la necesidad de ningún cambio o adaptación en esa especie a un nuevo ambiente. Sin embargo creo que no es necesario mencionar las diferencias ambientales, geográficas y climáticas que existen entre África y Asia (me vienen a la cabeza incluso muchos miembros de nuestra especie a los que me costaría imaginar sobreviviendo en otros países, en otra cultura, con otro clima e incluso con otra comida). La otra condición necesaria para una uniformidad humana tan prolongada sería que se diese un intercambio o flujo genético relativamente continuo y regular entre los miembros de ese linaje para “compensar” la variación que pueda haber entre los miembros de ese grupo. Este escenario no me parece probable si tenemos en cuenta la muy baja densidad demográfica que se estima para estas poblaciones de homínidos. No digo con esto que tenga que ser necesariamente un escenario u otro, pero entramos en terrenos muy difíciles de testar tanto en una como en otra dirección. Así pues, si existe la posibilidad de añadir a la morfología cualquier otro aspecto sobre la biología o la cultura de ese grupo, no deberíamos de descuidarlo. ¿En el mismo lugar y a la misma hora? Una vez expuestos algunos aspectos generales sobre biología y especiación, me gustaría ofrecer una visión más personal de los fósiles de Dmanisi y del artículo que se acaba de publicar en Science. Esta visión es en realidad el resultado del trabajo de nuestro equipo durante los últimos diez años en un proyecto de colaboración con Georgia auspiciado por la Fundación Duques de Soria en el que hemos mantenido una magnífica relación científica y de intercambio de conocimiento con el equipo investigador del Museo Nacional de Georgia. Y también, y aunque no venga al caso (o sí) hemos desarrollado grandes lazos de amistad con los habitantes de este país al que, curiosamente, también se le conoce como Iberia. Me gustaría también mencionar, sin ocultar el orgullo, que una de las coautoras del paper en cuestión, y autora principal de otro estudio sobre la mandíbula D2600 publicado hace unas semanas en PNAS del que hablaremos más adelante, Ani Margvelashvili, formó parte de nuestro equipo y tuve el placer de dirigirle su tesis de máster precisamente sobre los dientes de Dmanisi.

 

Volviendo al hilo, con estos trabajos no pretendemos afirmar que nosotros tenemos la razón y quienes piensan diferente no, pero si nos gustaría aportar datos de primera mano a este debate y explicar, espero que no de una forma muy insidiosa para un público más o menos general e interesado, por qué no acaban de convencernos las conclusiones que se arrojan del artículo sobre el nuevo cráneo 5. Personalmente echo de menos que los investigadores que han analizado este cráneo no hayan testado la que me parece la hipótesis prioritaria en este caso: descartar que en el conjunto de Dmanisi, dada su gran variabilidad (algo en que tanto los splitters como los lumpers están de acuerdo), pueda haber representada más de una especie. Lordkipanidze y su equipo agrupan en un único linaje a varias formas tempranas de Homo porque la variabilidad que encuentran entre todos los cráneos que analizan de H. habilis, H. ergaster y H. erectus no es mayor que la que encuentran entre los cráneos de la que suponen una población única. Si todos los cráneos de Dmanisi pertenecen a la misma población, razonan, y su variabilidad es igual o mayor que la que existe entre todos los ejemplares de Homo temprano, no hay razón para no aceptar que estos últimos pertenezcan también a un mismo grupo. Pero también podríamos plantearnos la misma cuestión de forma inversa. Si el conjunto de Dmanisi tiene la misma variabilidad que un grupo formado por al menos dos (incluso tres o cuatro) especies de Homo diferentes, quizá en Dmanisi haya más de una especie. Esta posibilidad no solo no se testa en el artículo, sino que su contraria se admite como premisa (no contrastada, ¡ojo!) para desarrollar todo su razonamiento posterior. Y algo más. Que no se pueda refutar una hipótesis nula no la hace válida. Significa simplemente que no se ha podido refutar porque los datos utilizados para su verificación no tienen el poder resolutivo para ello. Lordkipanidze y su equipo asumen que existe una única población porque todos los fósiles han sido encontrados en el mismo horizonte geológico, muy “próximos” en el tiempo. Existen algunos investigadores más críticos, como el equipo liderado por Calvo-Rathert de la Universidad de Burgos, cuyos resultados fueron publicados en la revista Quaternary Research, en 2008, que sugieren que la acumulación de homínidos podría cubrir un periodo de hasta cientos de miles de años. Pero incluso con estimaciones más conservadoras, las del propio equipo investigador de Lordkipanidze, los niveles estratigráficos con evidencias de presencia humana podrían cubrir un rango de tiempo de unos diez miles de años, si bien ellos favorecen la posibilidad un intervalo de acumulación más corto. De lo que no existe duda es de que la mandíbula D2600 proviene de una capa con polaridad normal (es decir, pertenece al subcrón Olduvai y por lo tanto tiene más de 1.78 M.a.) y algunos de los demás fósiles se han encontrado en capas con polaridad magnética reversa (post-Olduvai y por lo tanto más jóvenes que 1.78 M.a.). Este dato cronológico-estratigráfico implica que el posible periodo de ocupación humana de este territorio caucásico es mayor, y que por lo tanto la posibilidad de que más de un linaje haya podido habitar la misma zona geográfica no es tan remota. Dmanisi  al dente            

 

En el año 2008 publicamos en Journal of Human Evolution un artículo en el que se analizaba al detalle la dentición de los homínidos de Dmanisi. En este artículo destacábamos el aspecto marcadamente primitivo de algunos de los dientes georgianos, en el caso de los caninos, semejantes incluso a especímenes de H. habilis o incluso del género Australopithecus. En este sentido, hubiera sido interesante que el cráneo 5 de Dmanisi se hubiera comparado contra un elenco mayor de homínidos, incluyendo Australopithecus (e incluso me atrevería a decir que Paranthropus dada esa cara y esa mandíbula tan masivas) especialmente cuando los límites que diferencian a los Homo de los australopitecos en estas cronologías están todavía sin consensuar. Como ejemplo, y como apunta su descubridor, Lee Berger, es una lástima haber dejado fuera de la comparación a Australopithecus sediba, uno de los registros craneales y postcraneales más completos de lo que se suele llamar el “eslabón perdido”.  Los dientes -más bien las raíces porque las coronas están muy gastadas- de D2600 se caracterizan por tener una longitud, un número y un grado de bifurcación y molarización marcadamente robusto y primitivo y, en su conjunto, solo presente en algunos especímenes de Homo rudolfensis, Australopithecus o incluso Paranthropus. Además, en las otras dos mandíbulas, en D211 y D2375, a pesar de los rasgos habilinos, se dan unas características sorprendentemente derivadas (o “modernas”) para una población de esta antigüedad.  Los dientes de D211 y D2375 presentan una serie molar decreciente (el primer molar es mayor que el segundo que es a su vez mayor que el tercero) y otras características relacionadas con un tamaño dental reducido que son inusuales para una población de esa antigüedad. No quiero agotar al lector con descripciones dentales pero sí quiero enfatizar que los rasgos derivados que identificamos en las mandíbulas de Dmanisi excepto la D2600 eran tan atípicos que no se volverían a encontrar en el registro fósil hasta el Pleistoceno Medio, casi un millón de años después. Esta “rareza” era compartida por D211 y D2375, lo que apoyaba un “parentesco” más bien cercano entre ambos individuos, y estaba ausente en D2600, en quien además se daban unos rasgos en el extremo de variación de lo conocido para el género Homo. Basándonos en esta evidencia, ya entonces sugerimos la posibilidad de que en el hipodigma de Dmanisi hubiera representadas al menos dos paleodemes o poblaciones (sin entrar en la discusión de si aquellas diferencias alcanzaban el rango de especie diferente o no). Hace solo unas semanas, se publicaba en PNAS un artículo en el que los investigadores del equipo de Dmanisi sugerían que las diferencias que existían entre las mandíbulas se debían a las patologías mandibulo-dentarias de este individuo. Según el artículo, liderado por Ani Margvelashvili, la mandíbula D2600 presentaba un desgaste dental muy severo.  La pérdida por desgaste de parte de la corona de los dientes  habría provocado la remodelación de la altura del hueso mandibular para compensar la pérdida de “altura” de los dientes y posibilitar así la oclusión con el maxilar superior. Según estos autores, este supuesto crecimiento de compensación sería responsable de las grandes de diferencia de altura en el cuerpo y sínfisis de D2600, y la altura de D2375 y D211, así como variaciones en la forma de la arcada. Figura 5. De izquierda a derecha: Elena Lacasa-Marquina, Pilar Fernández Colón, María Martinón-Torres y Laura Martín-Francés en el Museo Nacional de Georgia en febrero de 2012 con la mandíbula D2600. En una coincidencia de tiempos casi vertiginosa, la revista Comptus Rendus Palevol acaba de aceptar un artículo de nuestro equipo, encabezado por la investigadora Laura Martín-Francés, en el que hacemos una valoración de las patologías de la mandíbula del cráneo 5 y llegamos a dos conclusiones importantes en este debate. Una de ellas es que las patologías no son responsables de las diferencias en forma y tamaño que existen entre las mandíbulas de Dmanisi. Cierto es que presenta un tipo de desgaste muy severo y particular (del que ahora hablaremos) que ha desencadenado una serie de mecanismos de compensación que en ningún caso producirían en un aumento de la dimensión mandibular sino todo lo contrario, una recesión del borde superior de la mandíbula (o cresta alveolar) que se acortaría y engrosaría como respuesta al desgaste severo. Lo que sí hay (y lo identificamos también en la mandíbula de 1.2 millones de años de antigüedad encontrada en la Sima del Elefante de Atapuerca) es una hiper-erupción compensatoria de los dientes, esto es, que los dientes para compensar el desgaste han seguido “saliendo” o erupcionando para poder posibilitar la oclusión con el maxilar superior. Este mecanismo afectaría al diente y al fondo del alveolo, pero nunca a la altura mandibular. Nuestro estudio ratificaría pues que las diferencias de forma entre las mandíbulas de Dmanisi tienen potencialmente un origen taxonómico, y no son consecuencia de una “deformación” por cuestiones patológicas. Figura 6. Detalle del particular y severo desgaste de los dientes de D2600.            

 

Ante el revuelo, estos días muchas personas se han preguntado: ¿tiene tanta importancia que se consideren todos miembros de la misma especie o no? Evidentemente, de esta respuesta no depende la vida de nadie. Tiene mayor o menos significado según el interés que uno tenga en conocer lo que sucedió. En nuestro caso, como antropólogos, depende del nivel de precisión al que queramos llegar en el entendimiento de la evolución humana, y cada vez nos exigimos más, lo que creo que es fabuloso porque es la única forma de avanzar en el conocimiento científico, empujando sus límites. En el caso de los hallazgos de Dmanisi, la posibilidad de que dos especies humanas hayan coexistido en el mismo lugar (si es que realmente coincidieron en el espacio y en el tiempo) plantearía una cuestión ecológica, que no taxonómica, interesantísima. Es ahí donde entra la segunda parte del trabajo liderado por Laura Martín-Francés.  En este artículo concluimos que el tipo de desgaste dental registrado en la mandíbula del nuevo cráneo 5 sería consecuencia de una dieta fibrosa y altamente abrasiva, similar a la de chimpancés y gorilas, donde destaca una ingesta importante  de alimentos de origen vegetal, como plantas y tubérculos, que requieren además de un gran trabajo pre-masticatorio (como pelado y deshojado); esta actividad también deja su impronta en los dientes, macroscópica y microscópicamente.  El dato sobre una dieta sustancialmente vegetal podría sugerir una adaptación a un nicho ecológico diferente para el individuo del cráneo 5 y los demás homínidos encontrados en el yacimiento.  Esta manera particular y específica de haber utilizado su dentadura explica que, a pesar del gran desgaste dental de D2600, sorprendentemente en esta mandíbula no se registren los mecanismos compensatorios (como la migración dental mesial o mesial drift) que habitualmente registraríamos en  los dientes de un individuo del género Homo que tuviera un grado de desgaste igual de severo que D2600.  Incluso en los dientes mucho menos gastados de las mandíbulas D211 y D2375 identificamos estos cambios compensatorios de forma más pronunciada que en D2600, lo que evidencia un uso sustancialmente diferente de los dientes entre ambos conjuntos. Esta sería, en nuestra opinión, una buena evidencia empírica de adaptación a nichos ecológicos diferentes, la evidencia que según Lordkipanidze y su equipo faltaba para que la hipótesis de varias paleospecies en Dmanisi se considerase más parsimoniosa que la de un único linaje.   Resumiendo. Creo que es importante recordar que una especie es algo más que su morfología, y ya puestos, mucho más que su morfología solo craneal. Puede que la anatomía  craneal no sea una herramienta lo suficiente poderosa para diferenciar especies en este periodo del registro fósil. No digo con ello que lo sean los dientes (aunque su morfología está sujeta a muchos menos cambios que el resto del esqueleto porque no sufre ningún tipo de remodelación a lo largo de la vida), pero sí quiero enfatizar que para poder llegar a conclusiones de calado tan amplio y generales, como que todos los early Homo son en realidad uno, sería deseable contar con muchas otras partes esqueléticas (que afortunadamente se conservan) y, en lo posible, añadir a los estudios anatómicos estudios de otra naturaleza que puedan afinar sobre el nicho ecológico o el comportamiento de esas poblaciones. En la misma línea en que apunta nuestro estudio paleopatológico sobre D2600, algunos arqueólogos como Javier Baena y su equipo de la Universidad Autónoma de Madrid, reconocen la posibilidad de que las herramientas halladas en Dmanisi puedan haber sido manufacturadas por dos grupos diferentes. Así pues, conscientes de que aún faltan datos para afirmar la presencia de dos linajes en los yacimientos de Dmanisi, creemos que son más las pruebas que faltarían para defender que, que en el arranque de nuestra humanidad, tan solo hubo una especie de Homo.    

 

María Martinón-Torres Responsable del Grupo de Antropología Dental del CENIEH     Bibliografía relacionada: David Lordkipanidze, Marcia Ponce de León, Ann Margvelashvili, Yoel Rak, G. P. Rightmire, Abesalom Vekua, Christoph P.E. Zollikofer. 2013. A complete skull from Dmanisi, Georgia, and the evolutionary biology of early Homo. Science 342, 326-331. Ann Margvelashvili, Christoph P.E. Zollikofer, David Lordkipanidze, Timo Peltomäki, Marcia S. Pocne de León. 2013. Tooth wear and dentoalveolar remodeling are key factors of morphological variation in the Dmanisi mandibles. PNAS, doi: 10.1073/pnas.1316052110. María Martinón-Torres, José María Bermúdez de Castro, Aida Gómez-Robles, Ann Margvelashvili, David Lordkipanidze, Abesalom Vekua. 2008.  Dental remains from Dmanisi: Morphological analysis and comparative study. Journal of Human Evolution 55, 249-273. Laura Martín-Francés, María Martinón-Torres, Elena Lacasa-Marquina, Pilar Fernández-Colón, Ana Gracia-Téllez, José María Bermúdez de Castro. 2013. Palaeopathology of the Plio-Pleistocene specimen D2600 from Dmanisi (Republic of Georgia). Comptes Rendus Palevol (in press). Javier Baena, David Lordkipanidze, Felipe Cuartero, Reid Ferring, David Zhavnia, Diego Martín, Teona Sheila, Gioergi Bidzinashvili, Marta Roca, Daniel Rubio. 2010. Technical and technological complexity in the beginning: The study of Dmanisi lithic assemblate. Quaternary International 223-224, 45-53. Calvo-Rathert, M., Goguitachichvili, A.:, Slogashvili D., Villaláin, J.J., Bógalo, M.F., Carrancho, A., Maissuradze, G. 2008. New paleomagnetic data from the hominin bearing Dmanisi paleo-antrhopologic site (southern Georgia, Caucasus).Quaternary Research 69, 91-96.