Publicado el 26 de febrero de 2013 por Carlos Díez
Fósiles a la carrera
Cuando yo estudiaba, me decían que los orígenes de la Arqueología había que situarlos en 1748, correspondiendo al redescubrimiento y excavación de las ciudades de Herculano y Pompeya, auspiciadas por nuestro rey Carlos III. Una beca en Italia me hizo ver que eran mucho más antiguas, 100 años anteriores, las excavaciones realizadas en el Foro de Roma y la Villa Adriana. Luego he sabido que en la actual China, en el siglo XI ya había trabajos arqueológicos en Anyang, que en aquel momento era la capital de la dinastía Shang. Podríamos poner centenares de ejemplos en los que, bajo la certeza que el conocimiento científico avanza, se esconden planteamientos que tratan ante todo de poner por encima, en situación de predominio, a un país, unos hallazgos o unos equipos científicos. Los titulares de periódicos, e incluso reputadas webs de centros de investigación, nos bombardean de manera periódica con noticias sobre “el yacimiento más antiguo del norte de África”, “el más rico de Eurasia” o el “fósil más importante para conocer la evolución humana”. Emiliano Aguirre, mi maestro, siempre sacaba a colación los casos de Steinheim (Alemania) y Swanscombe (Inglaterra) que habían proporcionado unos cráneos humanos en los años 30 del siglo XX, que eran colocados alternativamente, uno u otro, en la base de los homínidos europeos en función del concreto predominio político y militar de Alemania o Inglaterra o de la nacionalidad y credo del investigador que escribiera. Es decir, debemos distinguir entre los datos cuantificables (numéricos) y los datos formales (cualitativos); éstos son relativos, puro humo, llamadas de atención, deseos más que certezas. Digo lo anterior, debido a que en los últimos tiempos, subyace (en la Arqueología y en la Evolución humana) la idea de que los investigadores estamos inmersos en una carrera, empujados por los periodistas, por los políticos o por los gestores económicos de la ciencia, entre otros. Nos dicen que no hay dinero para todo, y debemos por tanto jerarquizar.
Dar más a unos que a otros, sean yacimientos, equipos o temas de investigación. Nadie duda que siempre debamos racionalizar nuestras decisiones, pero conviene hacer dos puntualizaciones. Una sobre nuestro objeto de estudio y otra sobre nuestra profesión. En primer lugar, las sociedades humanas de la Prehistoria no aplicaban leyes de mercado, el estado no se había inventado y la reciprocidad marcaba las transacciones. Como decía el antropólogo Mauss, las tres únicas obligaciones entre las personas eran dar, recibir y devolver. La mejor manera de acercarnos a su conocimiento es intentar tener presente y aplicar también nosotros dichos principios. Además, por nuestro trabajo sabemos que la mejor lectura de la Prehistoria que podemos hacer es aquella basada en el máximo de sitios investigados, datos recopilados e ideas y modelos interpretativos aportados. Cuando miramos hacia atrás, lo que vemos es que todos los yacimientos son imprescindibles, todos nos permiten saber algo más y entre todos nos ayudan a entender lo que ocurrió. Cada vez que tomamos una decisión excluyente, eliminamos una posible fuente de información. Nuestra principal actividad no es por tanto competir con los colegas, es sumar evidencias y completar el puzle del pasado. Si nos tomamos la investigación como una carrera en la que los perdedores nada reciben, que sólo los grandes proyectos merecen ser subvencionados, entraremos en una espiral peligrosa, y será verdad que aunque todas las personas seamos únicas, somos también innecesarios. Yo creo que, como los fósiles, todos nosotros somos imprescindibles.